Por Maeva Peraza
La peor de las prisiones
es la que se alza junto al mar.
Porque el mar ofrece al prisionero
el más ancho de los horizontes,
y por la indomable naturaleza de sus olas,
está continuamente sugiriendo
la idea de libertad.1
Es tal vez la insularidad, entre todos los fenómenos autorreferenciales que ha vivenciado nuestro país –incluso de forma inconsciente– el que más hondo ha calado en sus habitantes. La ínsula como concepto cultural ha superado la dimensión geográfica, convirtiéndose en una forma de encarar la existencia, en una suerte de identidad que en el caso cubano se extiende hacia múltiples esferas de la vida cotidiana.
Sería exhaustivo sistematizar todos los criterios suscitados en torno a dicho fenómeno, que ha sido un sustrato latente en el cine, en la turbulenta marea de la literatura y en el promisorio mundo de las artes visuales. Casualmente la mayoría de las reflexiones encuentran un epicentro común, el cual sugiere en las ínsulas una condición carcelaria, donde el aislamiento geográfico y la gravitación hacia adentro de los seres crean una psicología colectiva que tiende al ensimismamiento. La maldita circunstancia del agua por todas partes, enunciada por Virgilio Piñera2 vislumbra el encierro y la limitación de la experiencia vital, confinando el espacio a lo rutinario, a lo inmóvil y, finalmente, a la imposibilidad.
Pero existe otro elemento que liga las islas a lo impermanente, al devenir circular del tiempo y al olvido entendido como vastedad, como una aparente nada. Las fronteras de agua producen un sentimiento de lejanía e inexplicable nostalgia ante el carácter rotundo del mar, que paradójicamente otorga a las islas los contrasentidos de expansión y libertad. Se trata de un espacio mítico, de resonancias bucólicas y paradisíacas; espacio de injusticia social, de hombres acuciados por las necesidades más perentorias y elementales, maltratados por la tiranía y la explotación económica.3 Son estas razones, las que han hecho que la isla sea asediada y reconstruida desde múltiples imaginarios.
En el caso de Antonio Espinosa encontramos un artista sui generis que no camufla sus influencias, su gusto por el paisaje lo ha llevado a una experimentación de más de dos décadas en el estudio del género. Pero sus aproximaciones no provienen directamente de la tradición paisajística cubana, lejos de ello, responden a una personal reformulación de sus códigos. En primer lugar, el despliegue pictórico parte de la fotografía, que también es reformulada pues las imágenes son recompuestas y fusionadas con otras para resultar en un híbrido lleno de influencias –explícitas e implícitas– ensamblado finalmente en los lienzos. Dichas obras son concebidas desde la evocación; el artista entiende que el paisaje comunica más allá de su cualidad retiniana, por ello su obra ha evolucionado hacia grandes paisajes marinos que implementan una simbología peculiar.
Antonio Espinosa concibe la insularidad como historia, como una marca vivencial que afecta a todos de un modo u otro. El mar es la metáfora que encuentra para discursar sobre la ambivalencia de la isla, al tiempo que otorga al topos la posibilitad de fluctuación. En este sentido sus piezas destacan por la depuración técnica y la ausencia de color; el artista elige los tonos grises dotando al mar de una atractiva visualidad y sus recreaciones casi hiperrealistas parten igualmente de la apropiación fotográfica. Pero la ausencia de color no es gratuita, responde a la estética que ha caracterizado la obra del creador y alude a un contexto conflictivo, donde el diálogo se encuentra dramatizado y mediado.
Por otra parte, los paisajes marinos han mudado la técnica y el soporte evolucionando hacia el dibujo, generando otra factura y un nuevo modo de encarar la representación. El artista trueca los medios pero no los modos, las intenciones se perfilan en su serie Aguas territoriales, que desde el título asume el espacio como conciencia, como estatus mental. Las imágenes recrean una metafísica visual, en la que en última instancia los límites de lo que entendemos como territorio o propiedad parecen desdibujarse; todo naufraga en la grisura de esas aguas, tan reales que parecen advertir el diluvio, el destino último de toda una nación.
1. Dulce María Loynaz: Un verano en Tenerife. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992.
2. La isla en peso. Obra poética. Compilación y prólogo de Antón Arrufat. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1999.
3. Margarita Mateo y Luis Álvarez. El Caribe en su discurso literario. Editorial Capitán San Luis, La Habana, 2005.
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