Por Ricardo Alberto Pérez
Los paisajes de Antonio Espinosa, nacido en Manzanillo en 1974, no están en ningún otro lugar que no sea su propia mente. Con extraordinaria sinceridad nos cuenta la fiebre vivida a raíz de su pasión por la obra de ese gran paisajista cubano llamado Tomás Sánchez. De esa experiencia, y otras simultáneas salió una voz muy singular que enriquece de súbito el panorama de la mencionada tradición dentro de la isla. Un proceso que opta por sustraer el color, por dejarlo agazapado en algún sitio del individuo; y de esa manera obligar a los espectadores a forjarlo otra vez con su fantasía.
Su relación como individuo ante el paisaje se vuelve muy creativa; a diferencia de Tomás, él no establece un vínculo religioso que marque pautas, y enlace el espíritu con las vibraciones de la naturaleza. Se desenvuelve como un ficcionista que adquiere un cúmulo de imágenes, y a la hora de comentarlas en el lienzo se destaca por tomarse todo tipo de libertades.
Paisajes como poemas, como secuencias de un filme que adquiere una naturaleza de vértigo o remolino, capaz de movernos un sinnúmero de sensaciones dormidas. Trances donde podemos sentir el placer de no estar en parte alguna, a la vez que nos acoge una calidez muy familiar que se va volviendo trascendente.
Prefiriendo el acrílico, en sus piezas casi nunca falta el agua, anunciando las deidades de su transparencia y las propias obsesiones del artista. El agua que mágicamente se repone de la fuga del color y señorea la superficie logrando que otros elementos terminen por redimensionarse en ella.
Si disertáramos sobre sus botes, ellos también nos brindarían una lúcida crónica en torno a la sensibilidad que prevalece a través del trabajo de Espinosa. En esta oportunidad dichos botes aportan un tejido sensible; un espacio donde se puede especular y llegar a descubrir un entramado fascinante de relaciones. Botes vacíos, abandonados, confinados a una deriva que de alguna manera se va volviendo inquietante. Allí están, algunos cromados por la luz, otros hundidos en la sombra, todos contenidos en la nobleza de la madera, y en el eco de la soledad.
Sus parajes no permiten la menor distracción, hay una rectitud de las formas, un orden de las texturas que secuestra el acto de contemplación de forma muy particular. Para instaurar una suerte de dicotomía, a veces aparece la niebla; o un contraste radical en la incidencia de la luz. De esa manera la pieza adquiere dos zonas bien delimitadas que propician un intercambio responsable de romper la monotonía, y evitar la retórica.
Al contemplar muchos de estos paisajes en forma consecutiva podremos conseguir una sensación, o estado de ánimo que nos hace pensar que estamos extraviados; a merced de una fascinación que no nos ofrece ningún referente para la orientación. Entre pequeños islotes, sobre una profundidad difícil de determinar, y cobijados por una vegetación que mezcla lo enmarañado con la verticalidad.
La serie Contraluz es un nuevo reto a la maestría, un atractivo desboque de los tonos interiores que un ser puede mostrar a partir del protagonismo de un árbol, o la brillantez de las aguas. Cada quien debe elegir la posibilidad de transitar por la zona iluminada, o por la penumbrosa; con ello estará delatando cuestiones esenciales de su naturaleza. La sensación de profundidad, de poder internarse hasta donde tu propio yo te lo exija, no parece una preocupación cuando se está ante estas piezas, en las que no aflora ni un solo ruido visible, pero si una fuerza superior capaz de remover infinidad de conflictos que parecían encontrarse un tanto adormecidos.
Al pensar en la producción de paisajes marinos dentro de la tradición pictórica cubana, tenemos la certeza que en las marinas de Espinosa se trata de otra cosa, no solo por la ausencia del color, sino por los planos protagonizados y la notable complejidad que se puede apreciar en cada una de las propuestas. En esta ocasión solemos ser arrojados mar adentro, mientras ocurre un dialogo casi exclusivo entre el cielo y las mareas. En dichos lienzos el artista se luce derrochando una amplia variedad de nubes vinculadas al efecto de la luz, las cuales representan un gran porciento del temperamento que se queda impregnado en la imagen.
Estas marinas también tienen la capacidad de intervenir nuestro estado de ánimo, provocarnos ideas, y hasta removernos zonas de la memoria, que no precisamente tiene que estar vinculados con el mar. Queda cierta libertad para elegir a donde uno quiere fugarse cuando está ante ellas; yo en particular, me reencuentro con aquel mar brumoso que aprendí leyendo algunos de los grandes poetas ingleses; me refiero a las sensaciones en ese sentido que me aportó la lírica de William Blake; y al irrepetible mar de Colegidge en su Balada del Viejo Marinero.
Sin embargo Antonio Espinosa es un creador que no se ha limitado a las pautas que impone el paisaje; sus inquietudes expresivas van mucho más lejos. Posee preocupaciones que se vinculan con el universo de lo social, de lo político y con la resonancia que va dejando la Historia en la vida de cada individuo. Para ello posee el don de desplazarse a través de otros soportes, como suelen ser, el grabado, el dibujo, la escultura y el fotomontaje.
Desde las preocupaciones por el efecto que produce la propaganda; y la curiosidad por remover en la naturaleza de estas, ha producido obras notables tanto en el aspecto conceptual como en el estético. En ese ese sentido le interesa mucho explorar el carácter transitorio y relativo de estos fenómenos. Por el alto influjo de ideología al que hemos estado sometidos durante décadas, habitamos un espacio o contexto rico para desplegar este tipo de polémica. Enfocado en ese sentido produjo una serie titulada Paisajes ideológicos cubanos, piezas que daban un amplio margen para reflexionar sobre cuestiones que al ser impuestas no se llegan digerir de forma responsable.
En sus desplazamientos por estas vertientes creativas influye mucho sus vínculos con momentos muy específicos de La Historia del arte. Ha asimilado algunas experiencias en ese sentido de manera rotunda; cuestión que se hace visible por la memoria y modernidad que suele arrastrar con el carácter de su lenguaje.
Una de las cuestiones que le inyecta fuerza a esta zona del trabajo de Espinosa es su apropiación de la disparidad que en muchas ocasiones ocurre entre la imagen y la palabra, y entre las consignas y la realidad. De esa forma coloca en el terreno subjetivo de la duda planteamientos que vinieron apareciendo como verdades “demostradas”.
Para enterarnos de su obra más reciente, e intentar desentrañarla pudimos acercarnos a la Galería Villa Manuela durante los meses de diciembre-2013, y enero-2014. Allí estuvo expuesta su muestra personal La historia es larga, la vida es corta, título que nos ubica con precisión en el terreno que vamos a pisar. Aquí se entrega al rigor de palabras como Resistir y Revolución, conformando sus letras con elementos que denotan un abierto simbolismo; como son el caso de las medicinas, y los sellos conmemorativos. En especial me deleité con un tríptico de fotos- montajes, expuesto bajo el título Sujeto Colectivo; que contiene las piezas Alienados, sugestionables, y conformidad, las cuales logran captar sensibles comportamientos de sujeto actual ante la avalancha que siempre lo acecha.
En dicha muestra también me atraparon, sobre todo por su eficiencia conceptual, otras dos piezas: la primera, Reliquias de Familia, usando como soporte seis platos de porcelana francesas, en los que quedaron estampados los logos de los seis congresos del Partido Comunista de Cuba. La segunda, realizada sobre cartulina con acuarela, se llama Renuncia y ambigüedad (2012); y tiene relación con el reordenamiento de los discursos, y su incidencia en las masas. Ambas parecen confirmar que Antonio Espinosa es un artista conectado con los conflictos que le rodean.
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